Boris Izaguirre ya no se considera venezolano |
ESPECIAL. Boris
Izaguirre baja con retraso al lobby del hotel donde se hospeda. “Me tardé
ordenando la habitación”, se excusa. A él, como a Rosalind –la protagonista de
su más reciente novela, Un jardín al norte–, lo marcaron algunas frases de su
madre, la bailarina Belén Lobo, que falleció en noviembre.
“Mi
mamá era muy organizada, siempre nos decía: ‘La ropa te tiene que durar toda la
vida’. Ella hacía esfuerzos para que yo aprendiera a doblar correctamente la
ropa. Era increíble que una mujer tan intelectual tuviera esas fijaciones como
madre. Otra frase de mi mamá que era buenísima es: ‘No hace falta que llames la
atención con la ropa porque ya lo haces”, recuerda.
De
acuerdo a la periodista Karla Franceschi, de El Nacional, cuando creaba su
propia versión de la condecorada espía británica Rosalind Fox, Izaguirre
pensaba en las mujeres de su vida. No solo en su madre, también en Margarita
Zingg, a quien dedica el libro; Elisa Lerner y Sofía Ímber, a quien considera
la encarnación del siglo XX.
Con
una prosa suelta, ligera y descriptiva, en Un jardín al norte Izaguirre guía en
un viaje de Londres a Calcuta y de allí a Portugal, Marruecos y España. Colores
y aromas se mezclan a lo largo de las páginas del libro. También amor, traición
y mucha acción, propia de una espía. Una mujer que se atrevió a usar pantalones
en los años treinta. “Me encantó cuando, con 13 años, decidió vestirse de
amazona para una cena formal (…) He escrito muchas protagonistas femeninas,
pero ninguna como Rosalind”, expresa.
Hace
23 años se fue a España, pero en este momento repite de nuevo la historia de
desarraigo porque pasa la mayor parte del tiempo en Miami. No se imagina
regresar al país porque, aunque se siente caraqueño, no se siente venezolano.
Considera que marcharse fue su mejor decisión.
— ¿No come arepas afuera?
—
No, ni las como ni las preparo. Me doy cuenta de que yo no soy nada venezolano.
Puede que sea caraqueño, pero venezolano no. Me divierte mucho que la gente me
diga: “Gracias por representarnos tan bien”, pues nunca me he planteado
representar a nadie que no sea yo mismo.
— ¿Cuando se fue del país pensó que lo
recibirían como ahora lo hacen?
—
Lo del sábado en la noche (cuando presentó el libro en el Festival de la
Lectura Chacao) fue una cosa muy emocionante. Es verdad que he vivido
experiencias de contacto con el público muy increíbles en el Poliedro, con el
Miss Venezuela, en las te aplauden a ti aunque el protagonista es el concurso.
Pero el sábado era todo para mí. Nunca me lo imaginé. Tampoco pienso que sea
buena idea complacerse con el regreso del hijo pródigo porque no es un regreso.
La idea del regreso me choca mucho. Por ejemplo, la gente espera que rehaga
Crónicas marcianas y no lo hago porque considero que no va a funcionar. No creo
en los regresos… Con los novios quizás sí, pero para una lata o acostarte un
poquito.
— Un jardín al norte se lee muy rápido
—
¿En serio? A mí me preocupa eso porque yo entiendo que este libro tiene la
intención de ser leído, pero no rápido. Siempre pienso que tiene que haber un
truco en el que yo mismo pueda controlar la voracidad del lector. Ya he
conseguido algo que lo atrape y no lo suelte.
— ¿Qué descubrió de Rosalind Fox que lo
llevó a hacerla su protagonista?
—
Cuando me propusieron revisar a Rosalind Fox dije: “Esa tipa es una
franquista”. María Dueñas creó un personaje con el cual te identificas porque
se hizo a sí misma, pero con una mujer británica novia de un ministro de Franco
es muy difícil crear empatía. Raquel Gisbert, como buena editora, persistió.
Fuimos a comer con María Dueñas y fue allí donde ella me dio unas fotocopias de
un libro publicado por Rosalind Fox. Yo, muy profesional, me leí sus memorias,
que son las de una persona acostumbrada a mentir. Ahí entendí por qué no era la
protagonista de El tiempo entre costuras, pues es muy complejo pensar qué hay
que hacer. Pero lo asumí, luego de advertir que sería una ficción. Al principio
me molestó que nunca revelara su edad, pero luego me acordé de varias mujeres
que hacían lo mismo. Todo el tiempo pensé en dos mujeres que me ayudaron a
hacer esta novela. Una de ella es Elisa Lerner, porque en mi infancia fue la
referencia de aquello que me gustaría ser si no fuera hombre: escritora
atrapada en sus misterios, en etapas entre la novela y la dramaturgia, una gran
cronista. Era la amiga escritora de mis padres, porque el resto eran hombres. Y
la otra fue claramente Sofía Ímber, en el sentido de que considero que ella es
la imagen del siglo XX en Venezuela. Y Rosalind Fox representa a este siglo.
Ella fue imbatible, apareció y lo dominó todo.
— ¿Qué le atrae de ella?
—
Me gusta de ella que no tiene miedo. Es una persona sin temores, pero me parece
que es verídico que las mujeres tengan menos miedo que los hombres porque
tienen que hacer tantas cosas que es imposible que se detengan a pensar que no
pueden. Es muy difícil ser mujer y uno de mis grandes descubrimientos con esta
novela es que las mujeres no le han temido a nada, nunca.
— ¿Y usted tiene miedos?
—
Sí, claro. Tengo miedo a equivocarme en directo y me acaba de pasar. Cuando
hice la alfombra roja de los Billboard no sabía qué decirle a Marc Anthony, hice
un trabalenguas y él, claramente, tuvo que decir que no entendía la pregunta.
¡Fue horrible!
— ¿Y cómo lo afronta?
—
¡Pues aguantas! Tienes miedo a equivocarte, pero una vez que lo haces lo
sueltas porque ya no hay más nada que hacer. Pero sí tengo miedo a fallarle a
la gente y ese temor crece, siempre. Me he equivocado mucho y he tenido suerte
de poder recuperarme. Sin embargo, siempre tienes esa sensación de que llegará
un momento en el que no podrás hacerlo. Es mentira que aprendes de tus errores,
nunca se aprende nada de ellos. Los repites exactamente igual.
— ¿Y hay algún error que no quisiera
repetir?
—
Volver a hacer un programa de televisión que no sea bueno (risas).
— Un jardín al norte es un libro muy
descriptivo.
—
Es un placer ¿verdad? Le agradeces tanto al autor cuando piensa en eso (risas).
Me encanta porque es un esfuerzo muy grande, describir y escribir toma tanta
energía, hay que tener buena memoria, ser disciplinado. Sobre todo porque yo he
aprendido a escribir demás para tener más capacidad de recortar. Eso lo aprendí
en El Nacional. Siempre he tenido esa audacia de saber qué quitar. En efecto,
hay que describir porque todo lo que ella narra ya no existe, ha sido
sustituido por otras cosas y esa es un poco la magia de la novela histórica,
que hay que recuperar el pasado.
— Y esa es una de sus complejidades.
—
Pensé mucho en Villa Diamante, una novela sobre la realidad pero que es una
ficción. A mí me encanta. Una vez más, tiene mucho que ver con mi educación
periodística, porque aunque en el periodismo no puedes inventar, te das cuenta
de que la propia realidad te pide que ficciones para que se lea mejor. Eso te
hace más escritor, te da un estilo. Pero fue un placer. Todas mis novelas son
cinematográficas, yo escribo guiones de películas que nunca se hacen.
— ¿Le gustaría que se hiciera una película
de Un jardín al norte?
—No,
porque esa es la magia de mis novelas: que nunca se hagan películas.
— ¿Qué le dejó Rosalind, aparte de las
ganas de vivir sin miedo?
—
Yo tengo pruebas absolutas de que no tengo miedo. No lo tuve al dejar el país
antes que se pusiera de moda. Entre las personas que conozco estás esperando la
frase “salir del país” después del saludo. Lo he hecho y el resultado parece
sensacional, pero el proceso sí que es duro, aunque en mi caso no lo ha sido.
El momento en el que dices “no voy a volver” sí es complicado.
— ¿Ahora vive entre Miami y España?
—
Sí, en cierta manera lo repito en este momento. Miami ocupa cada vez más
espacio y se hace más verdadero, más mío. Mi trabajo ahora está en Estados
Unidos. Y eso significa que mi vida diaria ya no está solo en Madrid. Pienso
mucho en eso, hace 23 años era más lanzado. Ahora están Rubén, nuestra casa, mi
nombre, mi sitio… Pareciera muy loco hacerlo, pero pienso ¿por qué no?
— ¿Después de 23 años extraña algo del
país?
—
¿Viste que desayuné perico? (risas) Venezuela es muy difícil de extrañar porque
los tiempos han cambiado y las condiciones son diferentes, todo es más cercano.
El domingo anterior estaba en Madrid, en la semana en Miami y ahora estoy aquí.
Pienso que soy muy caraqueño, me gustó darme cuenta de eso en la plaza
Altamira, que ha sido un espacio tan importante para los habitantes de esta
ciudad y para mí. Todo pasa por esa plaza. Claro que extrañas, que sientes, que
te duele, que esperas que todo se resuelva. Pero también cada día estoy más
convencido de que hice lo absolutamente correcto porque yo no podía estar aquí.
No solo para cumplir las palabras de Sofía Ímber, quien me dijo: “Boris, tú no
puedes seguir más en Venezuela, vas a ser un marico; en cambio, si te vas al
mundo serás un gran homosexual”. Y espero haberme convertido en eso, por lo
menos en tamaño sí (risas).
— ¿Ha pensado cómo sería su vida de haberse
quedado?
—
No tendría tan buena relación con mi país. Creo que era necesario. El sábado,
una infinita cantidad de gente me decía: “Gracias por representarnos tan bien”.
Yo encuentro que tienen razón, aunque no fue mi meta porque no tengo ninguna,
pero sí represento muy bien lo que es un venezolano.
—
¿Por qué no tiene metas?
—
Porque me parece una pérdida de tiempo; además, es una cosa mercantil. Mi meta
es adelgazar, porque debería ser increíblemente flaco, como Fran Beaufrand. En
realidad esa es mi meta.
— Muchos no coincidirán con eso.
—Es
que hay tanto que hacer, tanto que organizar. Una de las razones por las que
llegué tarde es porque detesto el desorden y cuando desperté parecía que por la
habitación había pasado Mick Jagger. Mi mamá era muy organizada, siempre nos
decía: “La ropa te tiene que durar toda la vida”. Ella hacía esfuerzos para que
yo aprendiera a doblar correctamente la ropa. Era increíble que una mujer tan
intelectual tuviera esas fijaciones como madre. Otra frase de mi mamá que era
buenísima es: “No hace falta que llames la atención con la ropa porque ya lo
haces”. Eso es algo que siempre me ha acompañado. Aunque todavía me visto de
manera exagerada, ¿quién se viste con estos colores? No estoy en la lista de
los mejor vestidos, que es otra meta (risas). Con eso bajo la santamaría.
— ¿Qué le falta por hacer?
—
Comencé escribiendo diálogos y pensé que lo iba a hacer por siempre. Y nunca lo
he hecho. Soy un gran espectador de teatro, pero cuando me siento a escribirlo
me doy cuenta de que no lo sé hacer. Es curioso, pero sí, me falta escribir
para teatro. No sé trasladar la acción al escenario, me da pena. No lo
entiendo, lo tuve y se me fue.
— Vivió el último año de su madre mientras
escribía la novela. ¿Hay algo de eso que haya incorporado?
—
Cuando estaba enferma, sin duda. Hay una frase de Rosalind en la que dice que
lo peor de estar enfermo es que sientes que te conviertes en un estorbo, en una
carga, en un problema para quienes están alrededor tuyo. A mi mamá eso le
molestaba muchísimo y creo que era lo que más le perturbaba. La enfermedad de
mi mamá lo primero que me hizo descubrir es que el cáncer no es solo de los
pacientes sino de toda la familia. Para mí fue muy revelador. Su última lección
como madre fue enseñarnos a entender cómo se marcha alguien. Dejó todo
totalmente organizado. Y se lo digo a mi papá: “Tú no puedes irte sin dejarlo
todo como hizo Belén”. Ella se dio cuenta de que iba a vivir un año y se tomó
ese tiempo para dejar todo listo. Una enseñanza extraordinaria, desde luego. Me
da mucha pena que no haya leído esta novela, aunque se murió leyendo, aferrada
a una edición de unos relatos cortos de Flaubert. Mi papá se la leyó muy rápido
y peleaba con él, le decía que le tenía que durar.
— ¿Pero cómo se pueden extender las ganas
de leer un libro?
—
Es complicado. Yo también estaba convencido de que la tenía que escribir de una
tajada. Mis amigos me decían que vivía la novela, que estaba loco porque en un
momento determinado tuve que investigar cómo era ser adúltero, porque no
bastaba con leer sobre ese tema sino que había que vivirlo. Y, sin
consentimiento, hice esa investigación y me enamoré aquí en Caracas. Está
nombrado en mis agradecimientos como esencial para esa novela. Ahora me da
mucho miedo tener que enamorarme para escribir cada novela.
— ¿Le hizo bien enamorarse fuera de su
matrimonio?
—
Bueno, ha sido muy duro. No sé si fue enamoramiento. No creo que vuelva a amar
a otra persona como amo a Rubén, lo dudo muchísimo. Por eso es que yo he dicho
que pasé muchos peligros, atravesé arenas movedizas con nombre de varón, pero
no me ahogué.
— ¿Cómo maneja eso en una relación de
tantos años?
—
¡Es por el bien de la novela! Tenemos que pensar en eso. Es el pan que llevo a
casa. Entonces, bueno, la novela tiene que salir bien ante todo. Lo que importa
es eso, yo no importo. Nada más importa sino que el libro sea bueno, que lo
lean. Pase lo que pase, eso es lo primordial. Así tenga que perder un brazo o
mi belleza física. Y al contrario, creo que soy mucho más guapo ahora y eso es
porque me arriesgo.
— Eso lo comparte con Rosalind.
—
Pero ella me lo ha dado más a mí. El arrojo. Y no solo ella sino todas las
mujeres que conozco. Mis amigas y por supuesto Margarita Zingg, a quien está
dedicada Un jardín al norte. Mientras escribía pensaba en ellas. He escrito
muchas protagonistas femeninas, pero ninguno como Rosalind, sinceramente.
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