El asesinato de la MIss devuelve a la agenda del Gobierno el tema de la violencia y comienza a preocupar a la ciudadanía, publica El País de España
Ewald Scharfenberg / Caracas/El País de España.
El espanto que estremece a Venezuela desde la noche del Día de Reyes, cuando un
grupo de cinco maleantes asesinó en una oscura carretera del centroccidente del
país a la ex reina de belleza y actriz, Mónica Spear, y a su ex marido, Thomas
Berry –todo frente a la hija de la pareja, de cinco años de edad, herida de un
balazo en una pierna durante el suceso-, ya ha tenido dos efectos políticos.
En
primer lugar, desafió el relato oficial del gobierno, según el cual la
inseguridad que parece reinar en todo el territorio venezolano no es más que
una percepción que azuzan los medios informativos y los enemigos de la
autodenominada Revolución Bolivariana.
Y
ahora, en segundo lugar, moviliza a la gente. Poca, sí, para empezar. Apenas un
centenar de personas acudió este domingo a la convocatoria para expresar su
repudio por los cerca de 100.000 asesinados que las estadísticas dicen han
ocurrido en Venezuela durante los últimos diez años. El llamado, hecho de
manera muy doméstica a través de las redes sociales, citó el día “12 a las 12”
en la Plaza Venezuela, el sitio que, según la convención, divide a Caracas
entre su zona este, de mayoría de clase media, y la zona oeste, de perfil
obrero y popular. Apenas a unos metros de allí y 48 horas antes, se había
registrado un tiroteo entre funcionarios de la policía y miembros de una banda
que, al parecer, ese viernes en la tarde entregaban a un comprador un AR15, la
versión civil del fusil de asalto estadounidense M16. El incidente tuvo un
saldo de un presunto delincuente muerto y una transeúnte, que esperaba un
autobús, herida de bala.
Los
asistentes al acto se vistieron de luto y llevaron flores –rosas, gerberas y
margaritas, principalmente- que luego dejaron sobre el césped de la plaza. No
fue ese el único tributo a los caídos: siguieron un minuto de silencio y una
salva de aplausos, para terminar la sencilla ceremonia en la que se evitaron a
toda costa las consignas.
La
convocatoria fue una iniciativa de una profesora universitaria, Manuela Zelwer.
Modesta como su llamado, se rehúsa a dar declaraciones. No desea, dice,
“protagonismos”; a sus 69 años de edad, no busca convertirse en la réplica
venezolana de Juan Carlos Blumberg o Javier Sicilia, los ciudadanos que en
Argentina y México –cada uno en sus circunstancias y momentos- lideraron
protestas contra la inseguridad. Pero admite que la saña expresada en los
asesinatos de Spear y Berry la conmovió; también la suerte de la pequeña hija
de ambos: “Yo tengo una hija parida y muchos otros hijos”, en alusión a los
pupilos a los que ha enseñado durante su carrera docente. “Mi bando es Venezuela”,
advierte Zelwer, para evitar interpretaciones torcidas del evento a la luz de
la polarización política que lo impregna todo en Venezuela. Sin dejarse
desanimar por la exigua asistencia, asegura que “aunque me habría encantado que
esto se llenara, yo vine por mí misma, los venezolanos debemos dejar de esperar
que nos lideren”, y que el próximo paso debe ser la coordinación de un sistema
de contraloría social del desarme, “para tener pruebas concretas de que se está
haciendo algo serio por la paz”.
Si
bien los números de la criminalidad alcanzan cotas de guerra civil en
Venezuela, entre el puñado de personas que atendieron el llamado en la Plaza
Venezuela se podía encontrar una muestra representativa sobre la incidencia del
homicidio en la población. Entre los asistentes estaban los hermanos Bernardo y
Luisa Cristina Mayorca, por ejemplo. Portaban, además de las flores escogidas
como tributo para el evento, una fotografía de gran formato de sus padres,
Eduardo y Cristina, asesinados a tiros en el sector El Marqués del este de
Caracas, en 2007, cuando se dirigían a una boda. A casi siete años del crimen,
sus hijos todavía se muestran compungidos, no sólo por la pérdida, sino por las
vejaciones que el sistema judicial venezolano les deparó: el juicio por el caso
sólo empezó tras 21 diferimientos de audiencias. El autor material del doble
homicidio fue sentenciado a 19 años de cárcel, una fracción de los 30 años de
prisión que la Constitución nacional contempla como mayor pena. Aún así, sólo
cumplió tres años y medio de condena antes de que se le otorgara el beneficio
de libertad por cursar un programa de estudio. Su cómplice, también juzgado,
quedó confinado en la cárcel Los Pinos de San Juan de los Morros (estado de
Guárico, centro de Venezuela), de la que se fugó y nunca fue recapturado.
Algo
más allá, en el semicírculo de dolientes que se formó en torno a la fuente de
la plaza, estaba Simona Chirinos. Contó que al suegro de su hija lo mataron el
martes, día siguiente al asesinato de Spears y Berry, pero “no salió en la
prensa”. La víctima –relata- venía en un transporte público desde el Litoral
Central venezolano, luego de un día de playa. Subía con otros pasajeros por la
autopista Caracas-La Guaira, que comunica a la capital venezolano con el puerto
y el aeropuerto que le sirven, cuando fueron interceptados por unos asaltantes;
uno de los pasajeros se resistió a entregar sus pertenencias. Seis disparos
hicieron los individuos antes de darse a la fuga y dejar atrás una víctima
fatal.
Victoria
Morales, una actriz y estudiante de la Universidad de las Artes de Caracas,
lloraba junto a su hermana y prima. Acababan de llegar al acto. Sus lágrimas
corrían pero no por la emotividad de la ceremonia, sino porque venían de ser
asaltadas en un transporte público –“una camionetica”, en el castellano
cotidiano de Venezuela- por tres zagaletones que les despojaron de sus
teléfonos móviles. “No es justo que uno venga a un acto tan bonito y te pase
algo así”, se quejaba Morales. “No es sólo que te roban, sino que te maltratan
y te amenazan”.
Así
están las cosas en Venezuela
La
noche anterior, la televisión estatal había transmitido desde el complejo
militar de Fuerte Tiuna, al suroeste de Caracas, un juego de béisbol “de
potrero” –o una caimanera, en el léxico popular venezolano- en el que un
equipo, donde alineaban el presidente Nicolás Maduro y el número dos del
chavismo, Dosdado Cabello, se enfrentó a otra novena compuesta por jugadores
profesionales, algunos de ellos, con experiencia en las Grandes Ligas
norteamericanas. Maduro aseguró que el encuentro, disputado en tono de guasa y
al son de una orquesta de salsa que tocaba desde la tribuna, formaba parte de
su programa “para la vida y la paz”. Encomió la disposición de los deportistas
profesionales para prestarse a eventos así y servir, al mismo tiempo, de
modelos para los jóvenes. “Con estos eventos deportivos le arrancamos muchachos
a las drogas”, dijo el mandatario venezolano.
Sin
embargo, horas más tarde, en el encuentro de la Plaza Venezuela, los hijos de
Eduardo y Cristina Mayorca se permitían expresar un comprensible escepticismo.
Desde el asesinato de sus padres, han visto muchas cosas suceder: golpes de
pecho por parte de las autoridades, renovados planes de seguridad y lemas
inspiradores de organizaciones no gubernamentales. “Son como un alka-seltzer en
un vaso de cerveza”, ironizaba Luisa Cristina Mayorca. “Hacen mucha espuma por
un rato pero luego desaparecen. Ojalá esta vez sí se haga algo de verdad”.





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